A 50 años de la muerte del Poeta Agüero: su gran dolor tras la pandemia de “Gripe Española”
Antonio Esteban Agüero murió el 18 de junio de 1970, hace medio siglo. Había nacido en Piedra Blanca el 7 de febrero de 1917 y a sus dos años una pandemia, la llamada “Gripe Española”, marcó su vida para siempre.
“Perdí a mi padre cuando apenas había alcanzado la edad de 2 años. Fue una de las víctimas de la epidemia de gripe española que asoló al mundo a poco de haber finalizado la Primera Guerra Mundial. Sin que nuestro país hubiese participado en ella y sin que su hombro hubiese sujetado el metálico peso del fusil asesino, mi padre cayó en plena juventud, como un soldado más entre los millones que llenan los grandes cementerios de Europa…”.
En sus recuerdos de infancia y adolescencia, compilados en sus obras completas bajo el título “La Verde Memoria”, reiteradas veces Antonio Esteban Agüero muestra signos del vacío que dejó en su vida la muerte prematura de su padre, maestro y director de una escuela rural, en 1919.
Aquella pandemia, conocida como la Gripe Española,acabó con la vida de unas 50 millones de personas en todo el planeta. Pero esos días lejanos nos muestran algunas semejanzas con las consecuencias del coronavirus COVID-19. Fragmentos de la narración del escritor puntano reflejan esas similitudes, más allá de las brechas temporales y de los progresos técnicos, médicos y científicos que nos separan de de los primeros años del siglo 20.
Con el sucederse de los días, las noticias de los periódicos se fueron tornando más alarmantes. Un estremecimiento de temor comenzó a circular en los corrillos y tertulias de los villorios de las sierras. Como si allá a lo lejos en la línea azulada del horizonte se insinuase la vaga presencia de una nube cargada de amenazas. Por aquellos días le llegaron a mi padre instrucciones precisas de sus superiores en el sentido de que extremase en la escuela y en los hogares de sus educandos las medidas precautorias de higiene. Las columnas de los diarios venían anunciando en los cables del exterior que ya sumaban algunos millones las muertes provocadas por el terrible flagelo. Decían que en India y China algunas ciudades habían quedado despobladas en su casi totalidad. Y que en las naciones europeas la peste estaba causando más víctimas que las producidas por las batallas y los bombardeos.
Agüero también recrea los días y las horas previas a la muerte de su padre, a través del relato de su madre, María Teresa Blanch. Un relato quizás retocado con fines literarios, pero dibujado con trazos que revelan las circunstancias de esa época.
Una mañana, a mediados de junio, mis padres se dirigían a pie por el angosto camino que serpenteando entre viejos huertos y tapias derruidas conducía a la escuela, cuando, de pronto, mi padre confesó que se sentía enfermo, un poco resfriado –le dijo, para no causarle temor.
– Desde anoche me duele un poco la cabeza. Apenas lleguemos a la escuela me tomaré un sello de aspirina y se me pasará.
Mi madre realizaba profundos esfuerzos para ahogar una pregunta que pugna por afluir de sus labios:
– ¿No será la peste, querido mío?
Era una mañana helada. El matrimonio trabajó esa jornada en la escuela de Piedra Blanca y volvió a casa en sulky. Apenas estuvieron de regreso, el único médico de la región atendió al hombre y soltó el diagnóstico tan temido. Era la gripe española. “La peste terrible”, describe Agüero en sus memorias. Una gripe complicada por una neumonía que al final sería fulminante. También su madre iba a caer enferma, aunque para recuperarse con el tiempo. Eran días, además, en los que llegarían unas nevadas extraordinarias en Merlo y las sierras.
Tal fue el impacto de aquellos días sobre la personalidad de Agüero, que en uno de sus relatos admite que años más tarde nació en él un miedo permanente.
A poco de dejar la infancia comenzó a herirme el temor a la muerte (…) Y esto era miedo de todas las noches, temor que crecía con mi cuerpo, y se ahondaba a medida de mi inteligencia (…) Y lo que más me llenaba de desolada angustia era el comprobar la infinita fragilidad de la vida. Todo me era muerte (…) Además mi padre había muerto cuando yo tenía dos años y desde tiernísimo tiempo mi corazón ya estaba habitado por la muerte como una semilla de sombra que crecía conmigo derramándose por el ramaje de las venas.
Sin embargo, Agüero vivió 53 años. Fue maestro, funcionario público, escritor premiado y poeta reconocido, aunque por momentos desplazado de la escena pública.
Fumador, amigo de los bares y las tertulias, bohemio hasta el final de sus días, si bien el escritor le tenía miedo a la muerte, lo cierto es que en su poesía reflejaba también sus esperanzas de trascendencia.
Yo no quiero morir. Es imposible que yo pueda morir mientras la vida sigue viva en jilgueros y caballos. Si yo siento la vida deliciosa como un río de abejas -en febrero, locas del sol- por las profundas venas. Si yo tengo mi voz en la garganta, mi voz plena de nombre, abarcando el contorno y las esencias de las cosas. Yo no quiero morir. Si el mundo nace cada día de mí como los niños de la entraña madura de sus madres.
El 17 de junio de 1970 se derrumbó de golpe por un accidente cerebro vascular. Fue enviado de urgencia a la ciudad de San Luis en un avión sanitario. Pero era inútil. Murió al día siguiente, el 18 de junio, hace cincuenta años.
El Capitán de Pájaros voló por encima de su tiempo y sirvió como fuente de inspiración para diferentes generaciones de artistas. Queda ahora su gran legado, literario, poético, que ya es una huella indeleble, a la que conocemos como la impronta agüeriana.
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