Por Alberto Amato - Docente de la UNLC
Aparecieron como un rayo, con la misma fuerza y la misma capacidad de daño. Anunciaban la salvación, como siempre sucede, pero hundieron a Europa y a parte de Asia en el horror de una muerte atroz: la de la peste negra, que ya sacudía y diezmaba al mundo del medioevo. ¿Quiénes eran los integrantes de ese grupo que auguraba el final del mundo y prometían la expiación de los pecados? Eran miembros de una secta de fanáticos religiosos, opuestos incluso a la Iglesia Católica, que predicaban la paz y la penitencia a través del castigo corporal: llegaban a una ciudad, se desnudaban de la cintura para arriba y se azotaban con látigos de puntas metálicas: unos a otros o a sí mismos; regaban con su sangre las calles y lograban convertir a su extraña fe a las muchedumbres que creían en su poder salvador y empapaban sus pañuelos con esa sangre arrancada por el flagelo corporal.
La peste bailaba feliz.
Se llamaban a sí mismos, los flagelantes. Dejaron, hace más de siete siglos y para estos tiempos del coronavirus, algunas valiosas enseñanzas sobre el daño que la sinrazón y el fanatismo pueden generar en una sociedad; y dejaron también una herencia en el lenguaje: cada vez que hablamos de algún mal como de un flagelo, evocamos a aquellos delirantes del siglo XIII.
Los primeros flagelantes aparecieron en Perugia entre 1258 y 1260, y en una Italia herida por el hambre, la peste y la guerra entre la Casa de Baviera y la de Hohenstaufen por el dominio del Sacro Imperio Romano Germánico. Los dirigía un ermitaño, Raniero Fasani, que tenía como seguidores a sacerdotes muy humildes y a centenares de hombres y mujeres que marchaban de ciudad en ciudad, se plantaban delante de iglesias y templos y se azotaban durante horas: pretendían conquistar así la salvación del alma, fuera de los ritos oficiales de la Iglesia. Con los años, el movimiento languideció y murió por decepción y hastío. Pero no del todo; su semilla cruzó los Alpes y alcanzó el sur de Alemania donde encarnó un movimiento ya en abierta oposición a la Iglesia: predicaron que cada individuo podía rescatar su alma y limpiarla de impurezas sin más ayuda que la de participar de una manifestación flagelante, alternativa dolorosa que los absolvería de sus pecados.
Fue recién en 1347 que los flagelantes volvieron con todo su misticismo intacto: Europa estaba a punto de ser diezmada por la peste negra, una pandemia que pasaba de animales a humanos con una celeridad y una mortalidad espantosas: las ratas infectadas por el bacilo Yersinia Pestis, que recién fue descubierto en el siglo XIX, eran picadas por pulgas que bebían su sangre y luego picaban al hombre, que convivía con ratas y pulgas.
Todo empezó a orillas del Mar Negro, en Caffa, que hoy se llama Feodosia, en la península de Crimea. Allí se habían asentado comerciantes genoveses, que fueron asediados por los mongoles cuando la región, o gran parte de ella, se convirtió al Islam. Fue en las filas mongoles donde se ensañó la peste: los aguerridos y fuertes guerreros del kan Yanibeg, que había ordenado expulsar a los europeos de Crimea, caían de a centenares con las ingles, las axilas, el cuello y los nódulos del sistema linfático inflamados, y arrasados por la fiebre y las supuraciones. El ganglio linfático inflamado era llamado bubón, por el vocablo griego que designaba a los tumores en las ingles. Y la peste pasó a la historia como peste bubónica. Había una peste bubónica primaria y una segunda variante, la peste septicémica, en la que el contagio pasaba a la sangre y se manifestaba con grandes manchas oscuras en la piel, lo que llevó a que la peste también fuese conocida como peste negra, o muerte negra. Y, a mayor horror, había una tercera variante, la peste neumónica, que pegaba de lleno en el aparato respiratorio, que provocaba una tos violenta que aumentaba el contagio a través del aire. De la peste negra y de la neumónica, no había retorno.
Los europeos de Caffa huyeron de semejante espanto. Primero por el terror que inspiraba el mal, segundo porque los mongoles usaban sus catapultas para lanzar los cadáveres de sus muertos dentro de las fortificaciones europeas, en lo que debe haber sido la prehistoria de la guerra biológica. Los comerciantes de Europa retornaron veloces al continente en sus barcos de carga, con sus bodegas repletas de ratas infectadas, y amarraron en Génova, Venecia, Marsella y Mallorca.
La epidemia se extendió entonces en el continente de manera mucho más veloz y fatal que la que encaró el coronavirus del siglo XXI, que viajó en aviones. Se abatió además en un continente estragado por las luchas civiles en Italia, la anarquía en Alemania y por la Guerra de los Cien Años (que duró ciento dieciséis) que dejó en ruinas a Francia y desgastó a Inglaterra. La península ibérica perdió cuatro millones de habitantes. La región de la Toscana, en Italia, perdió más de la mitad de la población, además de su fervor y eficacia económicos; los cálculos más optimistas dicen que de las 80 millones de personas que habitaban entonces Europa, sólo sobrevivieron 30 millones.
Si los flagelantes pensaban que el final de ese mundo de horror estaba cerca, la peste confirmó sus teorías apocalípticas. El movimiento aumentó su fanatismo, proclamó que la fatalidad era fruto de la ira de Dios, buscó chivos expiatorios para culparlos por el mal y acusó a los judíos de envenenar los pozos de agua, estableció un lapso rutinario de flagelación, de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, de 33 días, uno por cada año de vida de Jesús y abjuró de las más elementales normas de higiene. Esas manifestaciones de dramático ardor por el continente eran seguidas por ratas infestadas de pulgas, que entraban en contacto inmediato con quienes daban alimento y cobijo a los flagelantes, a quienes consideraban mártires del cristianismo. En un año, la peste empezó a seguir también las rutas del comercio.
El Papa Clemente VI amenazó con exonerar a los flagelantes y los culpó, no sin razón, de ser responsables de la peste negra que en 1348 no daba respiro. En la primavera de ese año, una enorme manifestación de hombres y mujeres invadió la ciudad francesa de Aviñón, sede de un “papado” opuesto al de Roma; sus integrantes se flagelaron durante días enteros frente a la catedral que es hoy un centro turístico impresionante que recuerda aquellos años de cisma religioso.
Finalmente, en 1349, el Papa condenó como herejes a los flagelantes, con su bula “Inter sollicitudines”, condena que ratificó el Concilio de Constanza entre 1414 y 1148. Para entonces, la peste, impulsada por los flagelantes, había alterado para siempre el mundo social y económico de Europa. Las familias adineradas huyeron al campo, muchos campesinos, en cambio, se mudaron a las ciudades con la esperanza de la protección colectiva, aumentaron las tierras abandonadas y desaparecieron pueblos enteros en Alemania, Gran Bretaña, Francia, España y Portugal. España aumentó la cría de ganado lanar, que precisaba menos brazos que la agricultura y que podía pastar a voluntad en los enormes campos baldíos que había dejado la peste. También cambiaron las relaciones laborales: la falta de mano de obra llevó a que los antiguos jornaleros pasaran de peones reemplazables a mano de obra calificada, muy buscada, además, por la repentina y brutal caída de la población. También cayó la renta y aumentaron los salarios, hubo mayor circulación de dinero y se abrieron las puertas a nuevos consumidores de alimentos antes muy caros y ahora baratos y ricos en calorías como los cereales, las legumbres y la carne, y de productos antes lujosos y ahora al alcance del bolsillo: la manteca, la cerveza y el vino.
Hasta el sentido religioso cambió en parte. Los flagelantes, enfrentados a la Iglesia y con el estigma de haber sido cómplices de la mayor epidemia sufrida hasta entonces por Europa, lo es aún hasta hoy, tornaron más anárquicos, boicotearon las eucaristías, negaron los sacramentos y aconsejaron lapidar a los sacerdotes. Al mismo tiempo, perdieron carisma: la incredulidad de quienes los creían milagrosos y sanadores, cedió un poco de espacio a la razón: no mucho, pero un poco. El movimiento quedó expuesto como instigador, promotor y, en algunos casos, ejecutor de varias matanzas en Frankfort, Colonia (Alemania) y Bruselas (Bélgica). Su práctica de expiación a través del dolor, sobrevivió, de manera muy atenuada y simbólica, en algunas organizaciones religiosas católicas.
En la fe de los europeos de entonces, sin embargo, quedó grabada a fuego la idea de la ira de Dios: semejante calamidad, tamaña tragedia no podía sino deberse a un Dios furioso, capaz de olvidar Su misericordia porque la humanidad lo había ofendido: nada ocurría sin la voluntad de Dios omnipotente. En los años posteriores a la peste, creció la venta de indulgencias, las donaciones a la Iglesia y la construcción de nuevos templos; la noción de que la vida era muy frágil se hizo carne en los europeos que sobrevivieron y que hicieron entonces un culto del bien morir, o del “Ars moriendi” (El arte de morir), dos textos escritos en latín con consejos sobre los protocolos y procedimientos para una “buena muerte” y sobre cómo “morir bien”, que fueron escritos entre 1415 y 1450.
La devastación que provocó la peste quedó ceñida a reseñas históricas de cronistas anónimos y en las famosas “danzas de la muerte”, o “danzas macabras”, una expresión del arte medieval tardío que representaban la universalidad de la muerte, que de alguna forma a todos nos iguala. La más célebre de esas “danzas” es de Jean Le Févre y, hasta su demolición, estuvo tallada en el Mural del Pórtico del Cementerio de los Inocentes, en París. La obra fue reproducida en el Cementerio del Perdón, de Londres, en el Convento de los Agustinos, en Basilea y en la iglesia de Rosslyn, en Escocia. La gran obra pictórica que retrata los estragos de la peste que asoló Europa es de Pieter Brueghel, El Viejo: “El triunfo de la Muerte”, de 1562.
La idea de la furia de Dios llegó a la música. El franciscano Tomás de Celano, amigo y biógrafo de San Francisco de Asís, había compuesto alrededor de 1250 y en plena guerra del Sacro Imperio Romano, un himno latino que describía el día del Juicio Final. Lo llamó “Dies Irae”, El Concilio de Trento, entre 1545 y 1563, lo incorporó como parte fija de las Misas de Réquiem. Los grandes autores que escribieron estas obras corales, también incluyeron el “Dies Irae”. Entre ellos están Mozart, Verdi, Berlioz, Cherubini, Dvorak, Stravinsky y hasta el muy moderno Andrew Lloyd Weber, que escribió el suyo en 1985.
Más allá de pandemias, cuarentenas y evocaciones de epidemias catastróficas, nunca es un mal día para escuchar el “Réquiem” de Mozart, o el de Verdi. O los dos.
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